GEO Geograficando, vol. 20, nº 2, e167, noviembre 2024 - abril 2025. ISSN 2346-898X
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Departamento de Geografía

Dosier

Razón extractivista, geografías relacionales y conflictos de valoración

Patricia Pintos

Centro de Investigaciones Geográficas, Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP-CONICET), Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Cita recomendada: Pintos, P. (2024). Razón extractivista, geografías relacionales y conflictos de valoración. Geograficando, 20(2), e167. https://doi.org/10.24215/2346898Xe167

Resumen: El texto examina las conexiones e intersecciones que existen entre los tres tópicos enunciados en el título. Por un lado, la lógica de las prácticas extractivistas como expresión dominante del modelo de acumulación de este tiempo, sus efectos sobre los territorios y las formas de vida y el intenso proceso de hibridación de una naturaleza exiliada de los procesos sociales (Whatmore, 2002); por otro lado, la construcción de un “mundo único” y la desposesión de las geografías relacionales. Y finalmente, los conflictos de valoración acerca de esas naturalezas, entendidas según esta clave de lectura, como parte de ontologías políticas contrapuestas ejercidas por los diferentes actores que hacen parte activa en ellos. Este artículo condensa en lo sustantivo una versión abreviada de la Conferencia de apertura en el IX Congreso Nacional de Geografía de Universidades Públicas, con el mismo título, presentada por la autora en la Universidad de Buenos Aires en noviembre de 2023.

Palabras clave: Razón extractivista, Ontologías relacionales, Geografías híbridas, Conflictos de valoración.

Extractivist reasoning, relational geographies and valuation conflicts

Abstract: The text examines the connections and intersections that exist among the three topics set out in the title. First, the logic of extractivist practices as the dominant expression of the accumulation model of this time, its effects on territories and ways of life, and the intense process of hybridization of a nature exiled from social processes (Whatmore, 2002). Second, the construction of a ‘single world’ and the dispossession of relational geographies; Finally, the conflicts of valuation about these natures, understood according to this reading key, as part of opposing political ontologies exercised by the different actors who take an active part in them.

Keywords: Extractivist reasoning, Relational ontologies, Hybrid geographies, Valuation conflicts.

El problema de la primacía del individuo racional moderno es
justamente el de la ceguera epistémica para comprender y
entender qué es el proceso de la vida, pues, a diferencia de
cómo es concebida por la razón moderna, la vida no está en
las partes, sino en las relaciones.

Lang, M., Machado Aráoz, H. y Rodríguez Ibáñez, M. (2020)

En este texto me propongo examinar las conexiones e intersecciones que existen entre los tres tópicos enunciados en el título. Por un lado, la lógica de las prácticas extractivistas como expresión dominante del modelo de acumulación de este tiempo, sus efectos sobre los territorios y las formas de vida y el intenso proceso de hibridación de una naturaleza exiliada de los procesos sociales (Whatmore, 2002); por otro lado, la construcción de un “mundo único” y la desposesión de las geografías relacionales. Y finalmente, los conflictos de valoración acerca de esas naturalezas, entendidas según esta clave de lectura, como parte de ontologías políticas contrapuestas ejercidas por los diferentes actores que hacen parte activa en ellos.

A modo de advertencia epistémica, señalar que estas cuestiones forman parte de un acervo de intereses personales de estos últimos años, que intentaré expresar desde el equilibrio tensional entre compromiso y distanciamiento (Elias, 1990) que existe entre los campos académico y activista de los que participo.

Críticas al Paradigma del Desarrollo y a la racionalidad extractivista

Para iniciar esta mirada interseccional, quisiera reponer la utopía zapatista enunciada en la Selva Lacandona de Chiapas, allá por 1996, cuando por entonces se reclamaba la necesidad de abogar por “un mundo en el que quepan muchos mundos”1. Difícil imaginar una utopía más bella, enunciación poderosa de una ontología política de las diferencias, en tiempos en los que domina la idea del individualismo y la homogenización, la idea de un mundo que busca convertir a los muchos mundos existentes, en uno solo. Lo que John Law llama “el mundo de un solo mundo” (Law, 2011).

Es así como estas reflexiones apelan a revisar las claves de la razón extractivista, para detenerse sobre aquello que se soslaya en nombre de la modernidad tardocapitalista, una encrucijada en la que se encuentran la mayoría de los países de nuestra región, atrapados desde hace siglos en lo que la literatura ha llamado “la paradoja de la abundancia”, “la maldición de la abundancia”, o “la maldición de los recursos” (Domínguez Martín, 2021).

Jason W. Moore (2020) distingue a este período crítico en el que nos encontramos, como el del fin de las naturalezas baratas (fuerza de trabajo, alimentos, energía y materias primas), ciclo que le permitió al capitalismo ampliar las fronteras de las naturalezas apropiadas gratuitamente o a muy bajo costo a través de la violencia, la dominación cultural y el dominio de los mercados. Pero los márgenes que posibilitan el acceso a las naturalezas baratas ya sea como espacio de recursos o sumidero de sus desechos, está llegando a su propio límite.

La categoría de extractivismo o neoextractivismo en el sentido que hoy la conocemos procede de la reflexión de la ecología política latinoamericana, y se nos presenta como una ventana privilegiada, como un analizador de las bases de acumulación del capitalismo de este tiempo, dado que articula sincréticamente dos cuestiones: sus costos sobre la naturaleza, y un fuerte carácter de denuncia y movilización en torno a los conflictos ecológico-distributivos que se le atribuyen. Estas son las razones por las que se ha vuelto una categoría de moda y por lo mismo, banalizada en su uso.

Sus raíces bajo la modalidad con que se la aborda hoy se remontan a los últimos 75 años, en coincidencia con los acuerdos de Bretton Woods, donde la cuestión del desarrollo sentó las bases de un proceso sobre el que se asientan los principales itinerarios del patrón civilizatorio en curso.

Arturo Escobar (2014) ha referido al Paradigma del Desarrollo como un sistema de conocimiento, propio de occidente, cuyo predominio ha dictaminado el marginamiento y descalificación de los sistemas de conocimiento no occidentales, que tiene como principios clave al individuo racional, no atado ni a lugar ni a comunidad; la separación de naturaleza y cultura; la economía separada de lo social y lo natural; la primacía del conocimiento experto por encima de todo otro saber. Un modelo al que se le reconoce una capacidad muy poderosa de abonar a la construcción de subjetividades, que lo ha convertido en una fuerza social real y efectiva llamada a transformar la realidad económica, social, cultural y política de las sociedades aferradas a él.

Pero la intención aquí no es historizar acerca de los debates sobre el Desarrollo, sino colocarlo como piedra basal de los sucesivos ciclos extractivistas de la naturaleza promovidos desde mediados del pasado siglo con continuidad hasta nuestros días, en el que el extractivismo se constituye como “rasgo estructural del capitalismo como economía-mundo” (Machado Aráoz, 2013, p. 131).

En términos de clarificar a qué nos referimos al hablar de extractivismo, me propongo hacerlo a través de dos aproximaciones complementarias: la primera, y quizás la más difundida, es la que lo define como un “modo de apropiación”, como un sistema técnico de extracción intensiva, masiva y monopólica de naturaleza que alimenta un entramado productivo escasamente diversificado y con una orientación exportadora. Esta es, insisto la más habitual, pero adolece de la complejidad necesaria para entender la coyuntura histórica y política en la que se inscribe América Latina y el sistema mundo.

Por ese motivo, he preferido referirme a la razón extractivista, en el sentido de presentarlo no sólo como sistema técnico de extracción de recursos, sino como racionalidad. Esta segunda aproximación permitiría distinguir al extractivismo de los regímenes extractivistas que lo impulsan y sostienen, los cuales están basados en un tipo de formación social, en el que se reconoce un patrón de poder, una cierta forma de organización territorial, un determinado sistema de estratificación social y un régimen político emergente que se organiza en torno a ciertos recursos clave. Una racionalidad que, al decir de Rita Segato (2021), fusiona el poder económico con la “dueñidad”, bajo una lógica de masculinización de la vida y de los territorios.

En base a esta consideración, podríamos preguntarnos sobre cuáles son las condiciones de posibilidad que habilitan la incorporación de nuevos territorios a estas dinámicas del capitalismo, enmarcadas en el ciclo neoliberal en curso. Los geógrafos Nik Heynen y Paul Robbins (2005) identifican cuatro condiciones clave: por un lado, 1) los marcos de gobernanza, es decir, los compromisos políticos institucionalizados considerados claves para las negociaciones entre los Estados y las empresas, 2) la privatización de recursos que aseguran la libre disponibilidad para el usufructo de empresas e individuos, 3) el cercamiento de bienes comunes, que marca su uso restringido para unos pocos actores dominantes y su contracara, la exclusión de comunidades históricamente relacionadas con ellos, y finalmente 4) la valoración, proceso a partir del cual ecosistemas invaluables y complejos, son considerados mercancías, mediante la fijación de precios en el mercado.

Esas cuatro bases, construyen un hilo invisible que recorre a todo un conjunto de narrativas y símbolos del extractivismo:

  • Por un lado, una matriz narrativa aliada a las promesas del desarrollo y la modernización, que se traduce en una constante presión para cambiar reglas establecidas.

  • Y en esa misma narrativa, la reactualización de la idea de “conquista del desierto”, de territorio vacío, de suelo yermo o “territorio socialmente vaciable” y por ello, potencialmente “sacrificables”. Esto se corresponde con lo que Mario Blaser y Marisol de la Cadena llaman “la práctica de terra nullius: aquella que crea activamente espacio para la expansión tangible del mundo único al dejar vacío los lugares que ocupa y hacer ausentes los mundos que conforman esos lugares” (Blaser y de la Cadena, 2018, p. 3).2

  • Un alineamiento de las políticas públicas con los intereses sectoriales (que en Argentina serían los de la minería, hidrocarburos, agricultura, pesca y hasta el propio urbanismo).

  • La homogeneización de los territorios, los sujetos sociales y los entramados productivos.

  • Una subsidiariedad de los gobiernos con el sector privado, a partir de la transferencia de conocimiento o directamente de recursos públicos (ingeniería genética e híbridos, inversiones en infraestructura, entre otros).

  • El despojo y destrucción de ambientes y ecosistemas valiosos: glaciares, humedales, bosques nativos, selvas, médanos costeros, etcétera.

  • La aplicación acrítica de procesos técnicos cuestionados o prohibidos en otros países, que derivan en un sinnúmero de conflictos ecológico-distributivos, como el fracking o fractura hidráulica, el refulado de barros y limos, la aplicación de enormes volúmenes de herbicidas y fertilizantes de alta toxicidad o la incorporación masiva de semillas transgénicas.

  • El desapego al ejercicio pleno de la democracia y el respeto de los derechos humanos, toda vez que el extractivismo con frecuencia se desenvuelve en las fronteras de lo democrático: ya sea vulnerando los derechos a la información, omitiendo procesos de consulta pública, rehuyendo de controles ambientales, eludiendo o limitando los mecanismos de participación popular o directamente prescindiendo de la licencia social de los pueblos.

  • Y por supuesto, la descalificación de los discursos críticos, tildados como “ambientalismo bobo” o “ambientalismo falopa”, como sucede en la mayoría de las luchas por la defensa de bienes comunes naturales, como es bien conocido en los casos de defensa de las leyes 7722/07 de Mendoza y 5001/03 de Chubut, o el escarnio sobre los repetidos intentos de sanción de la Ley de humedales.

Para manejar a su arbitrio el destino de un conjunto de bienes de la naturaleza valorizados por la demanda del mercado, el extractivismo neoliberal produce, en palabras de Isabelle Stengers y Philippe Pignarre (2017), verdaderas alternativas infernales, a modo de encerronas trágicas planteadas como dilemas sin escapatoria, que a todos nos resultarán bien conocidas por lo repetidas, que funcionan como legitimadoras del despojo, con enunciaciones del tipo: potenciar la expansión del agronegocio o perder oportunidades de exportación e ingreso de divisas tan necesarias para nuestra economía; habilitar la mega minería transnacional o profundizar las condiciones de “atraso estructural” de las economías de subsistencia, dinamizar el desarrollo urbanístico sobre áreas ambientalmente frágiles o dejarlas libradas a la ocupación informal y por ello a la posibilidad de mayor deterioro ambiental. Estas alternativas infernales serían casi infinitas, pues abarcan todos los campos en los que el extractivismo ha construido nichos de oportunidad. A cada práctica extractivista le corresponde una enunciación legitimadora, en las que se omite sopesar las derivaciones e impactos sobre las tramas de la vida, vastísimamente reflejada por infinidad de textos críticos a estos procesos.

Ontologías relacionales o mundos híbridos

El segundo punto de esta intersección es el que nos habla de las ontologías relacionales o los mundos híbridos. Otra vez recupero a Arturo Escobar (2015), cuando nos dice que la modernidad ha producido una ontología dualista que separa lo humano de lo no humano; naturaleza y cultura, individuo y comunidad, lo secular y lo sagrado, razón y emoción, arrogándose el derecho de ser “el mundo” (así, entre comillas), a expensas de otros mundos existentes. Una escisión que va a materializarse en dos direcciones convergentes: la “desacralización” de la naturaleza y la “desnaturalización” de lo humano.

En los últimos años, los aportes de la ecología política y sobre todo los abordajes de las llamadas ontologías relacionales han venido a cuestionar fuertemente esta idea de dualismo existencial y cognitivo impuesto por la modernidad.

Sarah Whatmore (2002) nos recuerda que los geógrafos hemos habitado la escisión “naturaleza-sociedad” con más conciencia que otras disciplinas, por esto de la doble identidad de la geografía en la interfaz entre los mundos social y natural, fortalecida por una división disciplinaria entre la geografía humana y la geografía física, y que cada una tiende a rendir más pleitesía a las culturas de investigación divergentes de las ciencias naturales y sociales, que a la otra.

Las espacialidades en las que se inscribe la separación ontológica entre naturaleza y sociedad se entretejen a través de todo tipo de prácticas científicas, políticas, mediáticas y cotidianas que representan la naturaleza como “un lugar físico al que se puede ir” (Haraway, 1992, p. 66), un lugar que nos excluye de formar parte. Esto le lleva a decir a Tim Ingold “algo debe ir mal, si la forma de entender nuestra propia implicación creativa en el mundo, es sacándonos primero de él”3 (Ingold T., 1995, citado por Whatmore, 2002, p. 2).

Pero esta misma idea que hace a la separación cognitiva naturaleza/sociedad obtura la aceptación del mundo como un espacio habitado de encuentros sociales heterogéneos donde, como sostiene Dona Haraway, “todos los actores no son humanos y todos los humanos no son “nosotros”, sea cual sea su definición4 (Haraway, 1992, p. 67). Una manera inmejorable de referirse a una ontología política de las diferencias.

Esta idea de un nosotros plural, diverso, ha sido ocluida por la doctrina de terra nullius (un territorio sin dueño) encarnada por el proyecto de la Modernidad, en nombre del progreso y contra el atraso, que fuerza a los muchos mundos posibles, a volverse uno. Diversos autores reflejan esta alteridad negada. Entre ellos la antropóloga australiana Helen Verran (citada por Law, 2011), quien ha estudiado profundamente las relaciones de poder que en los últimos 200 años han excluido sistemáticamente a los aborígenes australianos de sus territorios de vida. En esa historia han sido parte fundamental, el genocidio, las enfermedades, las políticas de asimilación cultural. Pero Verran sostiene que la cuestión central es la de la propiedad. La doctrina de terra nullius aplicada por los ingleses estableció que estos grupos aborígenes no estaban afincados, no cultivaban la tierra y tampoco la subdividían, de allí que se las considerara vacías. Pero esta no es la mirada de los grupos aborígenes. Para su cosmovisión la tierra no pertenece a las personas, o mejor dicho las personas pertenecen a la tierra. En 2006, la tribu nyungar logró una victoria histórica para las reivindicaciones de los aborígenes australianos. Un tribunal federal de Australia Occidental reconoció que los nyungar son los propietarios tradicionales de unos 6.000 kilómetros cuadrados de tierra sobre la que se asienta Perth.

Un ejemplo más cercano en tiempo y espacio, es el citado por Marisol de la Cadena (2015), cuando nos habla sobre las lagunas de Conga, en Cajamarca, donde un conglomerado de empresas mineras planea vaciar algunas de ellas para explotar oro y cobre, y otras para disponer los deshechos minerales. Como contraprestación, las mineras ofrecen construir reservorios de agua con una capacidad muy superior a la de las lagunas afectadas.

Nélida Ayay, es una campesina a la que las mineras han querido comprarle sus tierras con ese destino. Ella se niega rotundamente a vender, incluso por un monto extraordinario de dinero que quizás nunca podrá volver a tener. En esa negación la relación “mujer y laguna” emergen inherentemente juntas: un enredo ecológico necesitado de cada quien, de modo que separarlos los transformaría en otra cosa. Como nos dice Marisol de la Cadena negarse a vender es también negar la transformación de las entidades que hacen a ese ecosistema: plantas, rocas, suelos, animales, humanos, arroyos, canales; en unidades de naturaleza, pues son parte las unas de las otras.

También quisiera referir a un texto muy bonito sobre la ontología política de los conflictos ambientales, donde Mario Blaser (2019), comparte su experiencia sobre los problemas de aplicación de las regulaciones gubernamentales en relación con la pesca. Para las comunidades Yshir, que habitan en un sector ribereño al río Paraguay, las prácticas de pesca impulsadas comprometen la red de reciprocidad entre humanos y no humanos. Mientras para las áreas de gobierno se trata de la extracción de recursos pesqueros, para los Yshir, el río es un hermano con el cual los humanos deben sostener una relación de cuidado mutuo. Algo difícil de entender desde la ontología de mundo único occidental.

Para cerrar estos ejemplos, Machado Aráoz (2019) da cuenta de un conflicto similar, referido a una obra de captura y canalización de agua subterránea del río Los Patos (Antofagasta de la Sierra, Catamarca), que derivó en un proceso de movilización de población de la zona. Esta obra diseñada y ejecutada por la minera Livent, para dotar de agua dulce a su proyecto “Fénix” de explotación de litio en el salar del Hombre Muerto, proponía extraer 650 metros cúbicos de agua/hora y contaba para ello con el aval del gobierno provincial.

Como en los ejemplos anteriores, los agentes del gobierno procedieron a desestimar los planteos de los pobladores por considerarlas carentes de fundamento científico-académico. Mientras de un lado se hablaba de “recursos hídricos”, del otro de “Yaku Mama”, en quechua "Madre del Agua", y se referían a ella como “hermana mayor”. De nuevo, de un lado había creencias y animismo, del otro, rigurosidad científica en clave moderna, disputando asimétricamente los sentidos de los territorios.

En todos estos casos, los lenguajes acerca de la “naturaleza” son portadores de jerarquías epistémicas propias de ese mundo único referido por John Law (2011), y se muestran implacables en la apropiación legal y legítima de la parte de naturaleza sobre la que operan.

En buena medida, esos mismos lenguajes constituyen formas de sentencia unívocas sobre los usos y sentidos dados a la naturaleza, y también sobre aquellos usos que se consideran perimidos y prohibidos. La reducción del lenguaje a la concepción científica de la naturaleza ha producido la erosión sistemática de la base ontológica territorial de muchos grupos sociales, sobre todo en la de aquellos en los que priman concepciones del mundo no dualistas.

Precisamente, en la búsqueda incesante del extractivismo por ampliar las fronteras productivas, se ejerce un desplazamiento de los protagonistas históricos de los territorios, se produce una ruptura de los llamados mundos relacionales, y en definitiva, la ruptura de las formas de apropiación sociocultural de la naturaleza y de los ecosistemas que cada grupo social efectúa desde su propia cosmovisión u ontología.

Estas ontologías se manifiestan de diversas maneras o niveles: por un lado, se articulan a partir de un conjunto de premisas o concepciones que los grupos sociales tienen sobre las entidades que existen en el mundo, en un segundo nivel, esas premisas se enactúan en prácticas concretas, es decir trascienden los imaginarios, los signos y símbolos y corporizan en acciones del mundo material, y finalmente tienen la capacidad de trascender entre generaciones por la transmisión a través de historias o narrativas, acerca de las entidades y sus relaciones con el mundo.

Los conflictos ontológicos, por tanto, traslucen lo que Mario Blaser denomina como el problema de la política racional o razonable (Blaser, 2019) es decir una política que a priori da por sentado el acuerdo de los contendientes acerca de aquello que están discutiendo, que no se interroga acerca de otras posibles miradas.

En un texto de mediados de los años noventa titulado La producción de la naturaleza Neil Smith (1996) afirmaba sobre la necesidad de una nueva teoría política de la naturaleza, que pudiera reconceptualizar los medios y fines de la política en un mundo cada vez más híbrido. Desde entonces se han producido un conjunto de debates acerca de la capacidad de agencia de otros organismos y materialidades por fuera de lo humano, como la teoría no-representacional de Nigel Thrift (2008), las geografías híbridas de Sarah Whatmore (2002), y la teoría del actor-red de Bruno Latour (2007), por sólo citar las más conocidas.

Desde sus cosmovisiones y con sus lenguajes, en las últimas décadas, este conjunto de propuestas ha aportado nuevos elementos al debate acerca del dualismo naturaleza/cultura o naturaleza/sociedad al cuestionar su visión antropocéntrica del mundo. Estas nuevas perspectivas permiten cuestionar las verdades modernas, universales y estables e introducir un diálogo entre las diferentes ciencias, lo que ha llevado a la crítica de las categorías universales como progreso, desarrollo, género y naturaleza. De esta manera, concepciones monistas, dualistas e híbridas conviven.

Conflictos de valoración

Finalmente quisiera referirme a los conflictos de valoración. En nuestra región, el recrudecimiento de las prácticas extractivistas propició lo que Leff (2003) ha sugerido como la ambientalización de las luchas indígenas y campesinas y la emergencia de un pensamiento ambiental latinoamericano. Estas luchas étnico-territoriales pueden ser consideradas como luchas ontológicas, por la defensa de otros modos de vida posibles, cruciales para las transiciones ecológicas y culturales hacia un mundo en el que quepan muchos otros como postula el zapatismo.

Svampa (2019) refiere a estas luchas como el giro ecoterritorial que da cuenta de la emergencia de un lenguaje común entre matriz indígeno-comunitario, defensa del territorio y discurso ambientalista. Estos marcos comunes de la acción colectiva, funcionan como productores de una subjetividad colectiva, y por su gran capacidad movilizadora, instalan nuevos temas y lenguajes (como el propio extractivismo, justicia hídrica, deuda ecológica, bienes comunes, ética del cuidado, ecofeminismo, soberanía alimentaria, justicia ambiental y buen vivir o vivir bien).

Martínez Alier plantea que las luchas por los recursos aún, cuando sus orígenes son materialmente tangibles, siempre han sido también luchas por el significado, de allí que en el centro del giro ecoterritorial de las diferentes luchas se advierta la existencia de diferentes modalidades de definición y valoración de los territorios disputados, expresadas por cada uno de los actores en el conflicto; en los que al decir de Ana Esther Ceceña (2009) el capital “objetiviza” al territorio y los habitantes lo “sujetivizan”. Retomando entonces la perspectiva ontológica, mientras las empresas y los gobiernos priorizan en sus lenguajes de valoración a lo económico, centrando sus análisis en la relación costo-beneficio con todas las externalidades, especialmente las negativas, traducidas a dinero, es decir, a partir del valor de cambio de sus recursos en el mercado, del otro lado, quienes habitan estos territorios, valoran y defienden el valor de uso de esos mismos recursos y del conjunto de sentidos, historias y relaciones sociales que lo atraviesan.

En su contribución a estos conflictos de valoración, el extractivismo produjo un argot discursivo propio, que procura conectar con supuestos aspiracionales de la población, como “desarrollo” “desarrollo sostenible/sustentable” “ecoeficiencia” “ecoamigable” “sostenibilidad”, expresiones que rompen el isomorfismo entre significado y significante y resignan su verdadera potencia ontológica, transformándose en catalizadores desideologizados que por lo general llegan a resultados opuestos a los que se pregonan.

En contrapartida, las luchas por la justicia ambiental en nuestra región han producido lenguajes de valoración traducidos en poderosas consignas que traspasan fronteras como "el agua vale más que el oro", otros más conocidos a escala local como “Paren de fumigar”, formulado por los pueblos fumigados con agrotóxicos, o “No comemos baterías” lema de las comunidades que resisten a la minería del lito en gran escala en sus territorios, en Argentina, y también en otros países, expresiones como “Las plantaciones de árboles no son bosques” en Brasil o aquellos que dan cuenta de conflictos en el plano cultural, como “Sin maíz no hay país” en México; expresiones que guían el repertorio reivindicativo y expresan el cuestionamiento a la racionalidad productivista-consumista del modelo de desarrollo neoliberal y la búsqueda de formas alternativas de relación humana con el ambiente y la naturaleza.

Conflictos como estos, que recorren toda la cartografía extractivista, articulan movimientos indígenas-campesinos, pequeñas comunidades locales, movimientos socioambientales, ONG ambientalistas, redes de intelectuales y expertos, colectivos culturales, que en conjunto producen un diálogo de saberes y disciplinas que abona a la emergencia de un saber experto independiente de los discursos dominantes y a la valorización de los saberes locales.

Para cerrar, deseo recuperar esta idea de Arturo Escobar (2011) cuando nos dice que una política que asevere que muchos mundos son posibles, requiere de epistemologías que acepten que muchos conocimientos son posibles. Producir geografías relacionales, y traer del exilio a la naturaleza, como sugería Sarah Whatmore (2002) para ponerla en diálogo profundo con los procesos sociales, nos invita a abrir la mirada, a abandonar toda pretensión de universalidad y de verdad, a imaginar otras formas de acercamiento a los conflictos en los territorios, de dialogar con los sujetos y de escribir nuestros textos.

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Notas

1 Cuarta Declaración de la Selva Lacandona, 1 de enero de 1996.
2 Traducción propia.
3 Traducción propia.
4 Traducción propia.

Recepción: 09 Septiembre 2024

Aprobación: 15 Septiembre 2024

Publicación: 01 Noviembre 2024



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